Por diversos motivos, no pude ponerme con Home hasta muy tarde, de modo que mi lunes se convirtió en un episodio de Tomb Raider: evitando spoilers en Facebook y Twitter hasta el objetivo final. Lo conseguí a medias.
No obstante, la espera valió cada uno de sus minutos, puesto que el segundo capítulo de la sexta temporada de Juego de Tronos fue, a mi juicio, oro puro. Por lo que en él se cuenta, y por el modo en que el director lo cuenta. A pesar de lo cargado de acontecimientos, Home fue una narración ágil, sólida, virtuosa incluso, que no se hizo pesada y que supo aguantar el clímax con cierto arte.
Se empieza fuerte. En el norte, pero muy al norte. En ese lugar de ubicación desconocida, en el tronco de un árbol, a donde fueron a parar Bran, Hodor y su escolta de pequeños y leales, al final de la cuarta temporada. Bran ha crecido. Le va a salir bigote y parece progresar en el dominio de su don visionario: viaja a Invernalia en un flash-back que le permite ver a su padre, de niño, y a su famosa tía Lyanna.
A pesar de lo frustrada que parece estar su compañera, por no salir de la guarida bajo el gran árbol, Bran tiene muchas cosas que descubrir, sobre todo de Lyanna; este personaje, una sombra que viene y va tenuemente a lo largo de las temporadas, parece clave en el devenir de lo que queda de serie. Y se nos va a descubrir así, por lo que nos sugiere esta escena: mediante los ojos de Bran, en tortuosas sesiones de hipnosis, mientras más allá, hacia el Sur, se desencadena una guerra en la que Bran y su troupe van a participar como Obama en la Situation Room: con el joystick de los drones.
Pero a Meera le habla alguien. Una chica, fuera de la guarida donde permanecen. ¿Quién es? Confieso que me dejó loquer. Parecía un espectro. ¿Acaso un fantasma? ¿Esta chica podía ver a los muertos? Procedan a destriparme en los comentarios. Lo anecdótico del flash-back es ver a Hodor de pequeño, y descubrir que era una persona normal: tenía nombre y hablaba. Su madre le riñe cariñosamente: “Nunca aprenderá a luchar, pertenece al establo”. ¡Si lo viera arrancando cabezas, a la vejez!
En el Muro, por fin, se desata la tormenta. Los salvajes consiguen, entrar en el Castillo Negro: Edd el Penas cumplió su misión y logró salvar in extremis a Ser Davos y su puñado de hombres buenos que guardaban el cadáver de Jon Nieve.
Los golpes del coloso salvaje sobre el portón de entrada del Castillo coinciden con los de la maza del esbirro del cuervo traidor sobre la puerta de la celda de Davos: comienzan aquí una serie de juegos visuales que hacen de este capítulo una pequeña obra de artesanía audiovisual muy bien trabada.
Sin solución de continuidad, nos llevan a Desembarco del Rey. La Montaña, plenamente operativa, hace su aparición deleitándonos con uno de sus trucos favoritos: aplastar cabezas. Su reaparición, así como la escena del asesinato del fulano que alardeaba de haberse trascado a Cersei, nos sirven para comprobar que no obstante la aparente postración de la Reina Madre, Cersei vuelve a extender su red de informantes por toda la capital. Allí donde se la difama, hay un oído atento, y una mano ejecutora.
Cersei se postula subrepticiamente, recuperando un poco de su antiguo poder, y creo que al final de la temporada, la guerra entre los Lannister y los Gorriones se desatará abiertamente: la vieja leona herida parece estar reorganizando sus piezas en el tablero, y ahora cuenta con Jaime el Matarreyes y con su terrible Robocop resucitado con magia negra.
La escena que viene a continuación parece confirmar la tesis de la guerra fría, cada vez menos fría, entre los incestuosos hermanos Lannister y los Gorriones: Jaime amenaza al viejo asceta fanático, y éste le devuelve el guante demostrándole su poder. Todo ocurre en la sala donde yace el cuerpo amortajado de Myrcella. Los Gorriones son “pobres y no tienen nombre”, y por tanto, nada que perder. Son jóvenes, fuertes y tienen mucho rencor. Son el Estado Islámico, todos los parias de los Siete Reinos parecen haberse enrolado en este ejército satánico de fuego redentor, y los Lannister concitan todo el odio de esta legión de plebeyos. Los asquerosamente ricos Lannister, pecadores, depravados, intrigantes, que sostienen el viejo orden, la vieja monarquía podrida.
Estos sans-culotte han tomado la Bastilla derramando la sangre precisa. Pero el diálogo entre Jaime y el Gorrión Supremo augura tempestades, y parece que los Lannister tendrán las manos libres para meterse de lleno en la pelea, puesto que sus enemigos exteriores están un poco desperdigados y liados en sus propios problemas.
Que Tommen, el niño-rey, salga con la corona puesta, primero ante Jaime, luego ante su madre Cersei, mientras es cuestionado severamente por ambos y mientras reconoce públicamente su debilidad, aumenta el patetismo de un personaje que, sin embargo, quiere endurecerse: “me criaste para ser fuerte, y ahora te pido ayuda para conseguirlo” le dice para ablandar el corazón de su madre. Y en efecto, lo ablanda.
¿Cómo crecerá el niño Tommen? Será una incógnita, aunque lo veo más como una víctima de la guerra que se avecina en Desembarco del Rey: como pasa con los negros en las películas de miedo, que siempre mueren los primeros cuando la pandilla está de finde en la cabaña del lago, Tommen tiene toda la cara de ser el primer cordero degollado por los Gorriones, cuando haya jaleo.
El cambio de plano, de Cersei al ídolo de Meereen derribado abajo del todo, a los pies de la gran pirámide, es magistral. Como el primer soliloquio de Tyrion: “si yo perdiese el pene, bebería todo el tiempo”, dicho ante La Araña y ante el Inmaculado, mi querido Miranda. Más allá de la gracia y el ingenio, la inteligencia del pequeño genio empieza a mostrarse en la toma de decisiones: va a dar de comer a los dragones, ante el espanto de los que lo escuchan. Porque en una ciudad que no controlan del todo, en la que siguen palmando sus soldados, sin flota para marcharse y sin ayuda del exterior, hay que maximizar recursos.
¿Y qué mejor recurso que un par de dragones? Que estén hambrientos es lo de menos. Él va a darles de comer, y para eso ha de hacerse amigo suyo. Que confíen en él. Instintivamente, lo intenta, y al menos, consigue que no se lo coman a él: “No os comáis la ayuda”. Les cuenta una historia hermosísima, contrapunto de todo lo sangriento que ocurre en el episodio, y en efecto, los dragones parecen respetarlo, porque como él mismo dijo, “son animales inteligentes”.
En Braavos, Arya la ninja de la ONCE, vuelve a recibir una buena tunda. Pero esta vez aprende la lección, y tras dos capítulos siendo vapuleada, se abre ante ella una esperanza. Veremos. Su papel en el futuro de la serie sigue siendo una incógnita, y todo lo que rodea a este personaje desde la temporada pasada me parece muy lento y muy pesado: la han puesto a dar vueltas alrededor de un supuesto templo fantasmagórico sin saber muy bien para qué.
Volviendo al Norte, Ramsay culmina su carrera hacia la cima del asco, de la repugnancia, del sadismo extremo: traiciona a su padre (quien muere traicionado, como traidor que es y como traidor que vivió toda su vida) y añade dos genialidades más a su lista interminable de crímenes abominables: parricida y mataniños. Ya es, por fin, Señor de Invernalia, Lord Bolton. Ya no hay nadie que cuestione su legitimidad por vía sanguínea, ni tampoco existe figura alguna que lo mantenga en tensión por la cuestión de la herencia y la sucesión.
Pero como le dijo su padre antes de diñarla, “si te comportas siempre como un perro loco…”. No creo que nadie, ni en Invernalia ni en otra parte, confíe de verdad en este Nerón enloquecido, y mientras mantenga esta fachada de crueldad, todos le temerán: pero por eso mismo, a la menor señal de debilidad, le lloverán de puñaladas, y sigo manteniendo mi apuesta de que surgirán los complots a tutiplén para derrocarle. Porque un depravado así no puede durar mucho tiempo. Además, estas luchas intestinas, este aparente ataque de Ramsay al Muro que parece planearse, continúa favoreciendo a los Lannister. La guerra contra ellos está en suspenso, todos parecen muy preocupados por sus propios asuntos, y nadie se acuerda ya de Desembarco del Rey.
Ni de los Caminantes Blancos, que todavía no han salido. Miedo me da.
Otro cambio de plano sublime: de la mujer de Lord Bolton acunando a su hijo en brazos antes de morir, al modo en que Hediondo carga un haz de leña, en el bosque.
Theon parece redimirse, o desesperado por hacerlo. Su evolución me parece paralela a la de otro arrogante, soberbio, altivo personaje: Jaime el Matarreyes. Como él, ha recibido un castigo tremendo, una mutilación. Y como él, parece haber perdido, junto con la parte física del cuerpo que le fue arrancada, la soberbia, la chulería. Ahora los dos son hombres prudentes, hombres con cicatrices gigantescas que dominan todo su pensamiento, que condicionan la manera de afrontar las cosas. Son dos hombres comprensivos, cautos, que empatizan con el sufrimiento ajeno.
Theon se marcha, “a casa“, a las Islas del Hierro, donde hay otro golpe de mano. Muere el cabeza de familia de los Greyjoy, y se abre la cuestión de la sucesión: las Islas del Hierro son una monarquía asamblearia, un poco como las primeras monarquías altomedievales en las que el rey sólo era “el primero de los nobles”, y parece que el próximo rey saldrá de la elección de una serie de señores con poder para decidir sobre el destino conjunto de la corona.
Inciso: no sé si el flipe por Borgen aún me dura, o el que despeña al rey Greyjoy por el acantilado es el actor que en esa serie hace de Kasper. Siempre me pareció clavado a Theon.
Y el capítulo acaba, claro, en el Norte. Melisandre es una bruja sin fe. La ha perdido, está desengañada, sufre una catarsis, una crisis irresoluble. Paradójicamente, es Ser Davos, el hombre que más la combatió en la corte del rey Baratheon, el hombre incrédulo, materialista, pragmático, escéptico por naturaleza, quien le pide que haga “alguna magia” para resucitar a Juan Nieve.
La escena está envuelta en una estética absolutamente renacentista. Snow, tendido sobre una tabla de madera, es como el Cristo de Mantegna. Se le ven los costurones de las puñaladas, sólo está tapado por un lienzo pardo.
Melisandre le corta el cabello y la barba, hace sus sortilegios, musita sus plegarias: nada ocurre. El salvaje y Ser Davos, finalmente, abandonan toda esperanza. Se van. También Melisandre, definitivamente hundida: “nunca tuve ese don”, lo cual es enigmático porque entonces, ¿cómo pudo parir un alien negro de humo, y hacer todas aquellas brujerías? No obstante, todos abandonan a Jon Nieve, quien permanece muerto sobre la mesa.
Todos, menos el lobo huargo, quien es su única compañía, el único que sigue a los pies de su amo, más allá de la muerte.
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