Este año vuelve a ocuparse de las reviews de Juego de Tronos en Los Siete Reinos Antonio Valderrama, o lo que es lo mismo, @fantantonio. Fantan es un periodista y escritor gaditano autor del sensacional Hombres Armados, y por supuesto, fan absoluto de la serie (y no, no tiene pensado leerse los libros de momento).

Juego de Tronos 7×01: Rocadragón

Por Antonio Valderrama

Es para mí una sensación chocante escribir sobre un mundo prisionero ya del Invierno (en Juego de Tronos, el Invierno es siempre en mayúsculas, evocando el Averno, por que no deja de ser un infierno helado que introduce la catástrofe implacable y la oscuridad espiritual en cada rincón de la vida cotidiana en los Siete Reinos) mientras me aso como un pollo en medio de otra ola de calor que sacude España. Es lo que hay, así lo ha querido la HBO. Algún productor ejecutivo americano decidió alargar la agonía de los fieles hasta julio. Ante este tipo de decisiones tomadas en un plano muy superior de la realidad, ajeno por completo a los fans de a pie, por alguna superinteligencia del mercado televisivo, uno se encuentra desarmado y temeroso de Dios. No queda sino aguantarse. Llegó el invierno, a 40 grados.

La sexta temporada acabó, entre otros lugares, en la Tierra de los Ríos, anunciando el holocausto Frey. Toda la secuencia de apertura de este año anunciaba la sangría. Cerrando en un círculo narrativo perfecto la cuenta pendiente más simbólica de los Stark, Arya vengó a su madre, a su hermano, a su cuñada y a medio clan, dándoles de beber a Frey & Company el cáliz de la cicuta. La ejecutoria tuvo mucho de cine de gángsteres: si algo nos ha enseñado Hollywood es que un capo nunca perdona un trabajo mal hecho. Esta vendetta de Arya, por otro lado, justifica por sí sola la subtrama braavosi: dos años después de palos de ciego y duelos alatristescos de esgrima, Arya ha aprendido muy bien a ser una assassin.

Ahora camina hacia Desembarco del Rey. El encuentro con esos soldados, con esa fuerza de interposición de la ONU, alegres, generosos y dicharacheros, es algo extraño. Rompe el código habitual no ya de la serie, sino de las representaciones inspiradas en la Edad Media: una mujer, casi una niña, cabalgando sola por el bosque, topa con un pelotón de soldados jóvenes que llevan meses fuera de casa…¿y no hay ninguna violación? ¿Ni siquiera el intento? La camaradería suena muy roussoniana: los soldados no son brutos asalvajados ávidos de mujeres y botín, y se entabla un diálogo tranquilo y civilizatorio, entre camaradas. Quizá sea la corrección política dominante, que ya ha castigado a la serie en años anteriores por lo opuesto, es decir, por su verismo exagerado. El mensaje parece ser: ¡hay bondad en el mundo!

Jon Nieve quiere movilizar a toda la población. Esta es una guerra nueva, distinta, desconocida y total. La guerra ya no es sólo algo que hacen los hombres, durante un tiempo determinado. Ahora es algo patriótico, incluso: mujeres, niños, abuelos. Me ha parecido oír de fondo a Churchill: pelearemos en las calles, en las playas, en los campos. Esto es un contrasentido en el esquema mental medievalizante de la serie, y aquí la HBO mantiene el verismo. Pero está Lady Mormont Bonaparte, para espantar las dudas: aquí va a luchar hasta el Tato.

Vemos la primera disensión pública entre el Rey en el Norte y Sansa. Ella comete el error de principiante de cuestionar abiertamente la autoridad del hermano. Queda también patente la separación moral entre ambos: Jon es un Stark patanegra, al menos en la forma en que lo era Ned. Es íntegro, quiere ser justo, y es magnánimo, que es una de las cualidades fundamentales de todo gran líder. Sansa revela una naturaleza vengativa, y por tanto, despótica: la pobre ha sido arcilla moldeada por las manos de Lord Baelish, Ramsay Bolton y su antigua suegra, Cersei. Lo mejor de lo peor, el triunvirato del rencor y de la ponzoña moral. De los tres, quizá lo más notable que se le ha quedado es que el miedo es la política más efectiva a largo plazo: no perdonar nunca a los enemigos, ni a sus hijos, ni a los hijos de sus hijos, y no mostrar debilidad jamás.

Estas dos, digamos, cualidades, son las que tiene toda la pinta de que se van a extremar en el comportamiento de la Leona, de Cersei. Sobre un hermoso mapa pintado en el suelo de los reinos que ahora ella gobierna, aunque sólo sea de nombre, rápidamente se configura la disputa Lannister de este año: Cersei defiende la guerra de exterminio contra todos, típico de una lideresa asediada por todas partes a la que van a dar el jaque mate; Jaime, en el tono pesimista, práctico y hasta cínico que es propio de él desde que lo dejaron manco, expone crudamente lo que hay. Estamos solos, y para ganar la guerra necesitamos aliados.

Cersei le presenta al primero: Euron Greyjoy, un filibustero sin palabra, felón, pendenciero, chuloputas y sobre todas las cosas, ambicioso. En eso apoya Cersei su plan. La ambición suele ser amoral, no respeta ningún código. Ella necesita barcos, y el otro una reina que destruya a sus enemigos, que casualmente, son aliados también de los enemigos de Cersei. La colusión parece clara, pero mosquea otra cosa: durante toda la secuencia, primero en las palabras de Jaime, y luego en la presentación de Euron ante el trono, sobrevuela una sombra misteriosa. Se perfila una rivalidad dura entre el Matarreyes y Euron, un duelo de machos alfa por la mitad de la cama de la reina. Pero todavía más. Jaime deslizó la idea, terrible, de que los Lannister que quedan, es decir, ellos, están solos. Y que solos no se ganan las guerras.

Si Euron Greyjoy no resulta ser un aliado, ¿quién puede serlo? O dicho de otro modo: ¿hasta dónde está dispuesta a llegar Cersei para fundar la dinastía de los mil años, de la que habla? ¿a aliarse con la Muerte? Esto sonó muy hitleriano, muy Reich milenario. Y los nazis, entre otras cosas, demostraron que para ellos no cabía la posibilidad de vivir en un mundo que no fuera el delirio sangriento por el que sacrificaron millones de vidas: o nuestro o de nadie. Hay ese eco apocalíptico en la actitud de Cersei. Muy esquizofrénico. Una leona acorralada es la fiera más peligrosa que existe.

Decía yo el año pasado que Sam iba a ser feliz en Antigua, pero en la mejor secuencia del capítulo, se nos enseña que no. Su vida es anodina, repetitiva y, sobre todo, frustrante. Mientras que el Muro espera la embestida más brutal que vieron los tiempos, él se dedica a limpiarle el culo a viejos decrépitos que lo humillan dedicándolo a tareas de subalterno. Su conversación con el Gran Maestre es muy buena por la dicotomía que enseña: haciendo un paralelismo con la disección física del cadáver que realiza mientras habla, le advierte que una cosa es lo que él ha visto y ha magnificado en su imaginación, y otra lo que enseña la Historia. El Muro no va a caer, resume. Es el conflicto eterno entre el saber práctico y el saber teórico.

Sospecho que la subtrama de Sam no va a durar tanto como la de Arya: ambos viajes iniciáticos, rodeos de aprendizaje en sus arcos narrativos, tienen como propósito dotarlos de habilidades superiores y específicas en la lucha que se avecina. Pero Sam descubre muchas cosas en muy poco tiempo: la mina de Viridragón bajo Rocadragón y, en el lazareto de la Ciudadela, a Jorah Mormont, algo desmejorado por la enfermedad, pero por supuesto con una idea fija: Daenerys.

Hay tres agentes libres en el planteamiento de la nueva temporada: Arya, Sam, y Jorah Mormont. Hasta qué punto incidan en el desarrollo de los acontecimientos, nadie puede saberlo. Pero si Arya se infiltra en Desembarco del Rey, Sam se escabulle (o lo expulsan) del monasterio de los eruditos y Ser Jorah escapa del lazareto donde está confinado, no es posible dudar de que desequilibrán la partida, apretadísima, en algún rincón del tablero. El efecto mariposa de cada una de las acciones de estos tres lobos solitarios, cada uno devoto de una causa distinta pero indirectamente, común, puede que sea determinante. O no. Vaya usted a saber.

El Perro y su Hermandad de adoradores del fuego vagan, se supone de camino del Norte, por unas tierras desoladas por el frío y el hambre. Es digno de ver cómo la serie ha ido modulando a este asesino profesional sin sentimientos. Quizá es el personaje más depurado de todos. La cercanía del peligro, que él mismo ve en el fuego (¡los ciegos lo verán! Muy cristiana esa escena, en la que el escéptico mercenario del culo pelado por la vida, descubre la revelación, descubre quizá una profecía, ¿el Muro cayéndose?) lo endulza, hasta el punto de enterrar en mitad de la noche, en el duro suelo de la estepa, a las momias de un padre y una hija, muertos de hambre sabe Dios cuándo.

El Perro se lamenta por el desperdicio de vidas inocentes, y esto es asombroso: recordemos que este tío se presentó al mundo matando al hijo de un carnicero. Se rebela contra lo implacable e injusto de la vida, y afina en el análisis agnóstico: los dones no los reciben los especiales, ni los buenos, sino que pertenece a la maldita aleatoriedad del Universo. A la vejez, Juego de Tronos nos ha regalado un matarife filósofo.

Los dos hechos más, a priori, relevantes de la temporada, no merecen más que unos minutos en el capítulo. El Ejército de la Muerte, con los queridos gigantes, avanza imparable por la ventisca. Siempre es igual, siempre es un pueblo zombi en movimiento, y eso es quizá lo que más miedo da: el día que se paren, ese día, sonarán las trompetas de Jericó. La Madre de Dragones ya está en casa, y no va a perder el tiempo. Empieza la gran guerra en un mundo cansado y mutilado. Qué pasará, qué misterio habrá, puede ser la gran noche.

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