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Juego de Tronos 7×02 – Bajo la tormenta: Análisis e impresiones

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Por Antonio Valderrama

La segunda temporada de Juego de Tronos va como un tiro. Es normal: quedan 5 y 6 para que todo concluya. Una de las quejas fue siempre que la serie tenía grandes lagunas donde no soplaba nunca el viento; que dejaba pendiente la acción a dos o tres momentos puntuales en cada temporada, que empujaban la trama hacia delante con un patadón. No parece que ahora vaya a ser así, y es normal: todo está a punto de caramelo.

La gran colusión, lo que todo el mundo espera, ya ha empezado: Daenerys y Jon, Jon y Daenerys, los niños bonitos de la serie. Tyrion, el Talleyrand enano de buen corazón, exhibe (en su estilo) el enorme poder del que goza sobre la Madre de Dragones. Diseña el asalto militar al poder, la ambiciosa doble estrategia para conquistar Poniente. El ataque al feudo Lannister tiene algo de freudiano, como si Tyrion quisiera borrar todas las humillaciones a las que fue sometido por su propia sangre dese que nació. Lo más inteligente, y previsible, es deslizar la alianza con el Rey en el Norte: otra de las puntadas con hilo de todo arco dramático que se precie, que nos retrotrae a la primera temporada, cuando el pequeño Lannister acompañó al Stark bastardo hasta el Muro.

8-dragonstone-table-s7-ep2-scrncapSin embargo, esto es lo que todos estábamos esperando. Es decir, el fin de la serie que todo el mundo aguarda es este: Jon y Daenerys cabalgando dragones y masacrando zombis en una tormenta de fuego apocalíptica. Resulta quizá un poco forzado que tras siete temporadas baste ahora una reunión y un cuervo para acordarlo; se ha echado de menos algo de artesanía narrativa en la construcción de esta sinergia, pero se entiende: esto es Hollywood y hay demasiadas subtramas en esta novela-río.

Varys introduce en la trama un matiz populista del que ya avisó Daenerys temporadas atrás con su política de todo para los esclavos, sin los esclavos: la reina que otorga libertad y justicia sin renunciar al inmenso poder autocrático que ostenta. La Araña, salida del barro de la Historia, llega hasta la cima aupado por su inteligencia. Es el prototipo del magnate hecho a sí mismo, de oscuro linaje y turbia fortuna, que siempre resultó imprescindibles a los monarcas europeos de la Edad Media. Daenerys, redundando en la idea, se somete, que es en sí mismo una pequeña revolución: que un soberano (y más con la carga familiar que el capítulo se encarga de resaltar, con las constantes referencias al Rey Loco y su cruel arrogancia) prometa reconocer sus errores y pida asesoramiento no deja de ser una anomalía.

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Ha sido interesante el ratito de Olenna Tyrell: be a dragon, khaleesi, sé tú misma, que es uno de los mensajes más potentes de la publicidad moderna. Esto anunciaba (es fácil decirlo después de ver el capítulo completo) el desastre final de la armada Greyjoy, pero en verdad esa conversación entre la vieja sabia y la joven dragona impulsiva adelantaba lo que vimos: la estrategia de Tyrion es astuta pero no va a funcionar, por que al final tendrás que ser tú misma, con tus dothrakis y tus inmaculados y sobre todo, con tus bestias aladas exhaladoras de fuego, la que conquiste el nido de víboras donde yace tu enemiga. En ese sentido nos muestra que en la guerra hay intuición y hay planes; ambas circunstancias no siempre son compatibles: los planes más brillantes duran hasta el primer contacto con el enemigo. ¡Y así revaloriza el feminismo la HBO!

Desde el principio Weiss y Benioff se empeñaron en desarrollar en pantalla la relación erótico-sentimental más disparatada de la Historia de la ficción audiovisual. Gusano, un eunuco, y Missandei, una belleza exótica sin igual. La cuestión se había ido sobrellevando más o menos, sacándonos como mucho una sonrisilla entre pudorosa e indulgente: míralos, tan monos. Hasta ahora. La escena de cama más ridícula y naíf que he visto nunca, en efecto, ocurrió. Uno se pregunta qué sentido global tiene este amor, cuya influencia en la historia parece servirnos solamente como reflejo de la humanidad de los soldados castrados: respiran, ¡incluso aman! Aunque no puedan. Pero el amor cinematográfico obra la magia. Hay mensaje ahí, que recuerda a lo puritano, un mensaje castizo, ¡neocatecumenal!: lo platónico es más importante que lo puramente carnal.

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La subtrama Arya ha girado en redondo, confundiéndose del todo. Antes subyacía un propósito: la venganza, encarnada en Cersei. Arya descubre ahora que su familia aún vive y de nuevo gobierna en Invernalia. Es inevitable que quiera verlos, pero su rol de aventurera libre que deambula matando sobre el tablero ya no es tal. Pierde encanto;  sin embargo, quizá sea una forma de cerrar su línea argumental con coherencia, uniéndose al ejército del Norte y probablemente custodiando a Sansa frente a los peligros que la acechan ahora que es reina de facto y en solitario.

Es decir, guardándola de Lord Baelish. Jon decide bajar a Rocadragón, a pesar de los antecedentes. Hay algo de truco en esto por que todos los norteños se oponen, con razón. Pero esta lógica interna de la serie está quebrada desde el principio: sabemos que con Daenerys a Jon no le va a pasar nada malo, pero esto lo sabemos nosotros, que hemos seguido a ambos desde la primera temporada, no los personajes. El pacto de lectura se ha quebrado, público y personajes razonan distinto en tanto que saben cosas distintas y esto es jugar con ventaja, creo.

Pero Jon baja, recibe el cuervo y toma la decisión en un momento (la serie va quemando etapas, lo decíamos antes) y Sansa se queda sola con Baelish, como hecho adrede.

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Meñique es un misterio. ¿De qué lado está? La lealtad de este intrigante mayúsculo es el enigma número uno de una serie que ya va despejando ecuaciones a toda velocidad. Ama a Sansa, pero sabemos de él que es un calculador, un cortesano purasangre, un astuto urdidor de tramas oscuras; su amor, lo conocemos, tiene mucho de sucio. Amó a la madre y ama a la hija: ¿cuánto de este nuevo amor no está infectado de la vieja pasión? Es difícil saberlo porque a Meñique lo han cultivado bien, al menos en su faceta opaca de maestro de los secretos. Es un tiro a ciegas. ¿Alguien puede descartar a estas alturas que sea un agente Lannister en Invervalia? Yo, desde luego, no. Es el cabo suelto más apasionante, por el momento. Cada vez que sale en pantalla, algo ocurre, uno se siente nervioso, invadido por una sensación extraña.

Sam le echa arrojo y nos deleita con la escena de la cirugía: repugnante, pero bien hilada visualmente con el resto de secuencias, algo que Juego de Tronos siempre ha conseguido: un retablo audiovisual y metafórico excelente. Yo no dudo de que curará a Ser Jorah, por que Jorah tiene un papel que cumplir todavía en la serie, y más ahora que Daenerys ha perdido a sus aliados Greyjoy. Es probable que a través de Sam se ponga en contacto con Jon y vaya al Norte. En todo caso, aunque previsible, la línea argumental de este personaje promete un último y genial sacrificio en pos de su amada khaleesi, algo que todos esperamos y que la HBO no dudará en explotar en beneficio del amor ideal del que hablábamos antes. Eso vende mucho.

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Y los Greyjoy. Para ser lobos de mar se dejan cazar como pardillos. La secuencia es puro Piratas del Caribe, pero con más vísceras. Euron es Barbarroja; Jaime, que ha estado intrigando en La Capital para encontrar otros aliados que soslayen a Euron, tendrá que enfrentarse con este individuo salvaje y sanguinario que quiere una reina y un trono, y que está dispuesto a todo por conseguirlo. Será el enésimo choque entre un ser moral, es decir, con un código, y otro ser amoral, es decir, sin reglas: Juego de Tronos no para de ponernos frente al precipicio de la ética.

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