Afrontamos los últimos días de este mes de abril que en Los Siete Reinos hemos dedicado al #AniversarioDeHierro, celebrando una década desde el estreno del primer capítulo de Juego de Tronos. El sensacional texto de hoy es obra de nuestra amiga Teresa Beitia, en que recuerda la experiencia de tantos años esperando los capítulos, evitando spoilers y viviendo la serie en otros continentes.
Juego de recuerdos: las noches de los tronos
Una década desde que vimos ese ‘1×01: Se acerca el invierno’. 10 años, 120 meses, 3.650 días, 87.600 horas, 5.256.000 minutos o 315.360.000 segundos desde que muchos de nosotros, que por aquel entonces no estábamos familiarizados con Poniente ni con los Siete Reinos, conocimos a Ned, Tyrion, Jon y Dany.
Quién nos iba a decir que aquel sería el inicio de una gran amistad que duraría 8 años y que sería objeto de múltiples conversaciones, teorías, microinfartos y quebraderos de cabeza. ¿Quién se acuerda de esa emoción inicial cuando en mayo de 2011 Canal + estrenó la emisión de la serie en España? Coincidiendo casi con el estreno en librerías de Danza de dragones, quinta entrega de la saga literaria en la que se basaba todo, Canción de Hielo y Fuego.
He vuelto a recordar algunos de los momentos más emblemáticos de Juego de Tronos y he de decir que, curiosamente, una de las cosas que más me ha llamado la atención al revisionar algunos episodios ha sido la evolución de las pelucas albinas de Emilia Clarke. La frondosidad, el tono, la rigidez, el encrespamiento y por supuesto los distintos peinados de la Madre de Dragones son un perfecto ejemplo del cambio que tomó la niña bonita de Weiss y Benioff a lo largo de los años.
Pero no estamos aquí para hablar de temas capilares, hablemos de música. ¿Cuántos de nosotros giramos la cabeza, nos estremecemos o dejamos momentáneamente lo que estamos haciendo cuando suenan los primeros acordes de Main Title, compuesta por el inigualable Ramin Djawadi?
Pocas series podrán tener la fidelidad que teníamos los espectadores de Juego de Tronos al no saltar la intro. Daba igual que fuesen las tres de la mañana y nos acabásemos de despertar para ver el capítulo a la vez que el resto de los suscriptores de HBO del mundo. El buen fan no saltaba jamás los créditos iniciales, ni siquiera en un maratón de fin de semana.
La verdad es que ponerse la alarma para ver el nuevo episodio la madrugada del lunes antes de ir a trabajar nos ocasionaba no pocos problemas a lo largo del día. No podíamos debatir lo que había sucedido en el trabajo porque muchos compañeros lo veían el lunes por la tarde, o peor, días después con su pareja.
Estaba claro que no todos nuestros allegados eran igual de adictos que nosotros. Yo he llegado a lesionarme el dedo índice de tanto darle a F5 esperando a que cargara el nuevo episodio en la plataforma.
¿Y los acuerdos tácitos a los que se llegaban en las últimas temporadas? Si un par de días después de que saliera no lo habías visto y te comías un spoiler, la culpa era tuya, por perezoso y por poco organizado.
Esas mañanas enteras sin entrar en Twitter, silenciando las cuentas de los que retuiteaban imágenes o colgaban críticas. Y en Instagram directamente había que bloquear a los actores, que gustaban de subir alguna imagen del capítulo en cuestión, acompañada siempre de una frase que como leyésemos en un mal momento nos suponía un buen destripe de lo acontecido.
Eso sí, una vez lo habíamos visto entrábamos corriendo a esta gran casa de Los Siete Reinos. Para muchos llegó a ser como el Gran Septo donde veníamos a buscar respuesta a tantas preguntas que se nos planteaban cada semana.
Jamás agradeceré lo suficiente el haberme topado con el gran Alberto González, alias Moguei, y su querida Atalaya de Poniente. Poca gente sabe esto, pero a veces me mandaba los borradores de las críticas a la dirección de e-mail del Ministerio de Asuntos Exteriores que por aquel entonces tenía al ser becaria en la Embajada de España en Wellington, Nueva Zelanda. España dormía y yo disfrutaba en la Tierra Media de Peter Jackson de la mejor prosa de Poniente en lengua castellana.
Mi otro gran recuerdo en el extranjero, vinculado a Juego de Tronos, es en junio de 2011 en la ciudad de Nueva York. Empecé a ver la serie ese verano de primero de carrera, porque a un amigo se la había recomendado su hermano bajo la premisa de “prepárate porque no has visto nada como esto en tu vida” y vaya si tenía razón.
Nos alojábamos en una casa para los voluntarios de la ONG con la que estábamos colaborando, una estructura cochambrosa y ruinosa al sur del Bronx, cerca del zoo. Todas las noches, cinco españoles sudorosos por la humedad y el calor neoyorquinos, nos agolpábamos en el sofá del salón de la casa, con las cabezas juntas en torno al MacBook blanco de uno de ellos, para ver un par de episodios del universo ideado por George Raymond Richard Martin y adaptado a la pantalla por W&B.
Fue también el verano que nos pasamos visitando la diminuta tienda de la HBO en la sexta con la 42, al lado de la biblioteca pública de Nueva York. Un espacio que, según me han dicho, ya cerró sus puertas para siempre, pero donde se expuso por primera vez todo el merchandising que luego se acabó vendiendo online a través de Amazon o muchas otras plataformas y tiendas físicas.
¿Os acordáis de la primera vez que visteis a alguien con una camiseta con el huargo de los Stark que dijera “Se acerca el invierno”? ¿O la famosa frase del Medio Hombre: I drink and I know things?
Los primeros años, antes de que la serie fuera un absoluto y total fenómeno de masas (sí, antes de que algunas personas se sintiesen orgullosas de ser las únicas de su entorno que no veían Juego de tronos) hacía hasta ilusión ver a alguien con un llavero, una funda de móvil o una chapa de la serie. Era como una declaración de intenciones, un “aquí hay otro hermano de la guardia de la noche”.
Para algunos, las casas de los Siete Reinos llegaron a significar lo que cuando éramos pequeños habían supuesto las cuatro casas del colegio Hogwarts del universo Harry Potter. Conocíamos sus escudos de armas, sus lemas familiares, sus colores y a sus miembros más ilustres.
Y había cierta expectación cuando te topabas con alguien que se identificaba con alguna casa menor o más atípica. “Soy de los Mormont porque aquí aguantamos” o “¿Tú eres más Lannister o más Targaryen? ¿Yo? Yo soy Greyjoy. Oh, pues disculpa”.
No sé, queridos amigos, ha habido tantas anécdotas y recuerdos maravillosos alrededor de esos ocho años que es difícil enumerarlos todas o tratar de elegir sólo algunos. Pero creo que en lo que podremos coincidir todos, lectores y no lectores, espectadores obsesos y espectadores más tranquilos, es en el absoluto disfrute, temporada a temporada, episodio a episodio y teoría tras teoría de la que ha sido una de las grandes series de la década.
Juego de Tronos ha ensalzado el nombre de la pequeña pantalla. Y ha hecho que una gran cantidad de directores, guionistas y actores valoraran hacer carrera en televisión, demostrando que en una serie podía haber talento y calidad igual o superior que el que se puede apreciar en una sala de cine.
Creo que pocas veces una generación tiene la suerte de vivir en directo un proceso de creación y emisión como el que nosotros hemos vivido junto a esta maravilla creada por David Benioff y D.B. Weiss, producida por la HBO. Y teniendo al propio George R.R. Martin, autor de Canción de Hielo y Fuego, como supervisor y productor ejecutivo.
Es como si Peter Jackson hubiese podido contar con el visto bueno y el consejo de J.R.R. Tolkien a la hora de dar vida a El Señor de los Anillos. Algo así hemos tenido la fortuna no sólo de presenciar sino además de vivir y de palpar.
Me pasaría horas hablando de dónde estaba o de cómo viví algunos de mis momentos preferidos, como los famosos infartos de los episodios nueve de cada temporada. O la ilusión que me daba ver que Miguel Sapochnik era el que dirigía esa semana el cotarro (gracias, gracias, gracias por Casa Austera 5×08 y por La Batalla de los Bastardos 6×09), pero hay que ir recogiendo.
No sólo de jabalíes y doncellas vivía el Usurpador, así como no sólo de novelas río viviremos nosotros, pues tenemos la inmensa fortuna de haber recibido también un legado maravilloso en forma de serie de televisión. Un legado que nos toca continuar y mantener vivo en el debate público, en las conversaciones privadas y en nuestro día a día.
¡Lo que está muerto no puede morir!