Antes de que acabe la semana proseguimos con el #AniversarioDeHierro, celebrando una década desde el estreno del primer capítulo de Juego de Tronos. Hoy es el turno del amigo Alberto, @moguei, responsable del genial blog Atalaya de Poniente. Alberto ya se ha pasado por Los Siete Reinos en Pregunta al Consejo (en dos ocasiones) o hablando de Choque de Reyes; y en esta ocasión nos ha traído un texto absolutamente maravilloso sobre el legado de la serie.
Juego de tronos: Una Odisea moderna que rompió barreras
Fue el mejor de los inviernos. Juego de tronos cumple diez años y es inevitable pensar en la voracidad del tiempo, que avanza de forma inexorable ante la imposibilidad de contenerlo. El tiempo, como ya dejó escrito J.R.R. Tolkien, mata reyes, arruina ciudades y derriba las más altas montañas. Volver la vista atrás es un duro ejercicio de perspectiva, más y cuando tenemos en cuenta todo lo que hemos vivido, asimilado y experimentado juntos en estos últimos años.
Como si de un sigiloso Caminante Blanco se tratase, la serie de HBO llegó un 17 de abril de 2011 sin hacer demasiado ruido. Podríamos decir que se estrenó de forma casi silenciosa si comparamos los colosales números que llegó a registrar en las últimas temporadas.
Sí, tenía el sello de la cadena de cable más prestigiosa, y sí, un buen puñado de lectores fieles a las novelas de George R.R. Martin esperábamos la adaptación que nos fue prometida con la paciencia y los nervios de un entregado feligrés que espera el momento de su comunión. Habíamos oído rumores -el famoso piloto que no fue y que hizo replantearlo todo-, pero teníamos fe. Sabíamos que, de una forma u otra, llegaríamos al mundo de Canción de hielo y fuego a través de la televisión.
Juego de tronos llegó, vio y venció. Lo que bien empezó, bien acabó. La serie de HBO es el epítome perfecto de una forma de hacer series y productos de televisión de máxima calidad que parecía enterrada en una época pasado y que se ha convertido en el referente para los actores y actrices, directores, creativos y productores de medio mundo. Si no existiese Juego de tronos, no tendríamos El Señor de los Anillos de Amazon Studios y muchas otras tantas series que están por venir.
Se ha convertido, por méritos propios, en el ejemplo a seguir de cara a defender la nueva era dorada de la televisión y los fenómenos colindante surgidos a raíz de su seguimiento por parte de millones de espectadores. Desde Perdidos de J.J. Abrams y Damon Lindelof no se había visto nada igual, y para ser muy honestos, la producción del avión llegó a clasificarse como un hecho irrepetible en la historia del entretenimiento por millones de críticos en todo el planeta. Una suerte de rara avis que no volvería a cruzarse en nuestro camino. Al igual que las predicciones de muchos maestres de la Ciudadela, se equivocaban.
Aunque es cierto que existe un evidente cambio de rumbo o tono entre las primeras tres o cuatro temporadas. Y que el pináculo de la producción David Benioff y D.B. Weiss se encuentra en los primeros y aceptablemente fieles primeros compases de la adaptación, todo aquello que se vislumbró en aquél primer capítulo piloto, se mantuvo a lo largo de sucesivos capítulos y llegó a aparecer en contadas ocasiones.
Una declaración de intenciones que formalizó y cristalizó con el paso de los años. Los valores de producción, sus a veces acertadísimos guiones y el maravilloso elenco, consiguió encumbrar una obra literaria ya grande, redonda y casi perfecta. Martin, Weiss, Benioff y Bryan Cogman -el hombre en la sombra-, lograron borrar la línea que separaba el cine y la televisión.
George R.R. Martin planteó su ambiciosa novela río, una epopeya cargada hasta los topes de mitología, personajes y hechos históricos que marcan el presente fantástico de los personajes de la misma manera en la que se proyecta una serie. Orquestó sus libros bajo la forma de capítulos desarrollados desde el punto de vista de una figura en concreto.
Weiss y Benioff conocían de buena tinta el pasado televisivo de Martin y su forma de plantear sus historias, y aunque es fácil decirlo a toro pasado, digamos que cuando aceptaron adaptar las aventuras de Daenerys Targaryen o Jon Nieve, sabían lo que tenían entre manos. Era como entrar a una cueva sabiendo que existe un gran tesoro en sus profundos y cavernosos pasillos y toparte con algo mil veces mejor de lo que habías pensado en un principio.
Quizás decirlo ahora sea un tanto ventajista, pero hay que reconocer que el arrojo tuvo más éxitos que fracasos en el contador global. Ambos showrunners llegaron a comentar en The Writer’s Room que adaptar Juego de tronos al formato de serie era una tarea titánica que nadie había querido hacer por la complejidad de la misma, pero que ya habían existido algunos intentos anteriores que el propio Martin rechazó al no ver en ellos una calidad y un compromiso real.
El escritor, con experiencia en el medio, había desestimado con anterioridad algún que otro proyecto cinematográfico. Muchos de ellos surgidos a raíz del éxito de la literatura de fantasía en el cine por el tremendo empuje de la trilogía capitaneada por Peter Jackson.
Cuando el que escribe estas líneas se enteró de que Canción de hielo y fuego iba a ser adaptada al mundo de la televisión, me pillaron con el primer tomo entre las manos. Había estado leyéndolo pacientemente ante la insistencia de nuestro librero de toda la vida, Juan Pablo de En Portada Cómics de Málaga. Sus referencias siempre habían sido una guía moral y espiritual, pero con esta dio en la más absoluta diana, llegando a cambiarme la vida por completo.
Una vez asimilados los pasajes de Martin, lo cierto es que no me tomó demasiado tiempo darme cuenta de que Juego de tronos iba a ser algo más que una serie. Cuando finalizó su primera temporada, recuerdo mirar a mi padre, apagar la televisión y contarle que esto iba a cambiarlo todo. Estábamos siendo testigos de algo más que de una serie de fantasía para adultos con sangre, desnudez o dragones. Y puedo decir que no me equivoqué. Uno ve. Uno oye. Uno sabe.
Juego de tronos fue algo más que una simple moda. Consiguió convertirse en un foco de atención para millones de espectadores, aumentó la popularidad de los libros originales y polarizó a una audiencia que se afanaba en alinearse con las diferentes y múltiples casas de los Siete Reinos que pugnaban por hacerse con el Trono de hierro. El interés aumentó año tras año de forma exponencial, temporada tras temporada. Por el camino, el total de los galardones y premios Emmy que cosechaba llegaba a rivalizar con el incontable número de fallecidos en la ficción.
Juego de tronos conquistaba y arrasaba en todos y cada uno de los ámbitos de nuestra vida. Era imposible no encontrarse con referencias y guiños en programas de televisión, periódicos o incluso en la propia vida política, que no dudó en idolatrar y encumbrar a determinados personajes en función de su ideología, adorándolos como si se tratasen de becerros de oro o Mesías de ficción en los que endosar su discurso a sus propias huestes.
Juego de tronos rompió barreras y tabúes, derrumbando los poderosos muros de hielo que durante décadas habían separado las audiencias potenciales de este tipo de productos, considerados de nicho o de reducto para friquis. Los personajes de la serie de televisión se convirtieron en vehículos con los que narrar sin fisuras sus propios miedos, avivar sus pasiones o asimilar sus inseguridades.
Miles de padres y madres decidieron bautizar a sus recién nacidos con los nombres de Daenerys o Arya, y raro era el día en el que no te cruzabas con alguien portando una camiseta de los Stark por la calle. Vivimos, reímos y lloramos en Poniente, y nos tomamos los éxitos y fracasos de los personajes y reinos como si estuviéramos viendo una especie de partido de fútbol.
La producción dejó de ser una serie más a mitad de su recorrido. Se convirtió en un evento emocional que unificó familias y grupos de amigos, y nos devolvió a una época lejana, casi atávica, en la que nos reuníamos todos para ser testigos, oyentes y partícipes de una buena historia. Es un hecho diferencial, la clave de su éxito en una época en la que los espectadores son denominados consumidores y en la que todo el mundo devora producciones a través de internet de forma inmediata para olvidarlas a las pocas horas.
Juego de tronos desechó esos límites y los borró al saber llegar a las más amplias audiencias gracias a su formato agradecido, su pantagruélico nivel de ejecución y su inteligente planteamiento narrativo. Nos permitió inmiscuirnos de pleno en las historias que nos planteaban en diferente grado, ya fuésemos ávidos lectores y conocedores de la mitología o simples espectadores, y nos empujó a una vorágine catártica digna de los más colosales blockbusters.
La dicotomía entre serie y televisión, a menudo muy despectiva e impostada por convencionalismos un tanto caducos perpetuados por los medios y la crítica especializada, se rompió por completo y nos llevó a ser partícipes, semana tras semana, de una historia inabarcable y abrumadora en términos narrativos y de empaque visual. Quizás suene un tanto grandilocuente, pero con Juego de tronos hemos asistido a la publicación y proyección de nuestra propia Odisea en facsímiles.
Juego de tronos fue un hito cultural de proporciones hercúleas. La serie de HBO podía tener dragones, seres hechos de hielo y legiones de no muertos, pero era, en su más pura esencia, una historia de personajes que debían aceptar su propio destino y seguir adelante en tiempos difíciles. A veces haciendo lo correcto y otras tantas transgrediendo los límites de lo moralmente aceptable. Sacrificios y redenciones. Son la esencia de un relato clásico, inmortal e imperecedero, tan antiguo como la propia humanidad.
Da igual que hablemos de Jon Nieve, Tyrion Lannister, Aquiles u Odiseo. La única diferencia entre ellos es el tiempo que los separa y la época en la que nacieron. Benioff y Weiss se valieron de las líneas maestras dictadas por George R.R. Martin para llevarnos, como una suerte de sacerdotes rojos de R’hllor, por el rico tapiz de profecías, reinos olvidados, intrigas palaciegas y conquistas militares planteado por el escritor. Su relato de tullidos, bastardos y cosas rotas nos tocó para siempre durante esta larga noche y todas las que están por venir.